lunes, 11 de enero de 2010

Todos los sádicos



Dentro de la tradición más puramente pulp de la ingente novela negra francesa (no olvidemos que fueron los franceses los primeros en denominar el género, así bautizado no en honor de la novela gótica dieciochesca sino del color negro de la Série Noire lanzada por el antiguo colega de los surrealistas Marcel Duhamel, que dio a conocer en Europa –y a veces incluso en los propios Estados Unidos- a los autores míticos del “hardboiled” yanqui) pocas obras hay tan Increíblemente Extrañas como la negrísima Ne sont pas morts tous les sadiques (No han muerto todos los sádicos) de un tal Ernst Ratno, “traducida y adaptada del alemán » por otro tal Max Roussel en el post-bélico año de 1948.

Si el negro fue el color predilecto de la colección de Duhamel, extendiéndose al término “film noir” que se ha quedado tal cual en la jerga cinéfila anglosajona, habría que inventarse un nuevo color para definir el espectro negrísimo de la novela del supuesto Ratno. Y eso que la Série Noire empezó pisando fuerte con algunas de las obras más brutales y molestas del repertorio hardboiled, hasta llegar a la celebérrima salvajada de Boris Vian Escupiré sobre vuestras tumbas (y su consiguiente y sonada condena judicial).

Ne sont pas morts es como una auténtica pesadilla pulp filmada en blanco y negro pero con los más sanguinolentos y rojos close-ups del gore primitivo y casposo de Gordon Lewis himself; algo sumamente incoherente y violento, deprimente y abyecto, patético y repugnante. Como (si quisiéramos hallar un símil acorde con la presente manía de citar a todo el mundo todo el tiempo en cada frase supuestamente enaltecedora de la obra inicial de la que supuestamente se tenía que hablar) Goodis follado por Bukowski aplastados por Céline y vomitados por Genet.

Para que entendáis a que me refiero, ahí va un breve descriptivo de este delirio en negro no apto para bienpensantes y buenistas varios.

Alemania, año cero… Un joven, Johan, trata, como en el film de Rosselini cuyo eco no nos abandona ni por un momento (aunque las convenciones del neorrealismo se nos queden aquí cortas), de sobrevivir en medio de las ruinas del Reich que iba a durar un millón de años. Hambriento y congelado va a ver a “la vieja”, patético despojo, con el fin de prostituirse a cambio de un techo y algo de comida. Mientras copula tristemente (sutil variación de la célebre escena dostoievskiana) Johan empieza a flipar, mal rollado, con el gato y la risa de la ancestra. Así, de repente pasamos a la “náusea” existencialista, tan de moda en ese mismo año del 48, pero en versión hardcore: le arranca, con la hambrienta contribución del minino, el desgastado sexo y la estrangula.

Después de este primer incidente, Johan se encuentra con un niño fugitivo, el joven William con su “sonrisa de ángel triste”, al que esconde en la casa de la vieja. Tras haber congeniado con el chaval, Johan decide seguirlo hasta su guarida donde se encuentra con su “mujer”, la adolescente Edma, su hermana Marlène, la pequeña Georgia y el pequeño acordeonista ciego y desfigurado Frantz. Georgia resulta ser un niño al que William y su chica prostituyen, travestido, junto con la hermana del primero, al ritmo desesperante del acordeón de Frantz. A cambio del techo y la comida, Johan termina otra vez vendiendo su cuerpo (esta vez su parte posterior)… “nadie oyó su grito de dolor que se confundió con el viento, los cantos y el bonito vals que profería el acordeón de Frantz. Nadie salvo quizás William, que tuvo un rictus de alegría”… (por si no nos quedaba claro el carácter über-sádico del pequeño).

Johan se hace amigo de los otros niños, enclaustrados por la sádica parejita. Fuera, le dicen, es aún peor: alguien está secuestrando a los niños, matándolos o haciéndolos desaparecer en misteriosos vagones.

Convencidos de los terrores que asolan la cercana ciudad, los chavales siguen sufriendo todo tipo de abusos hasta que un misterioso cazador, Eric, cliente asiduo del siniestro burdel, les explica que en realidad la guerra ha terminado y que todos esos rumores son triquiñuelas de William para explotarlos a sus anchas.

Al día siguiente Georgia trata de escaparse, siendo interceptado por el omnipresente William, el cual lo asesina sin mayor contemplación. Acto seguido, el sádico ordena a Johan que vayan juntos a la ciudad a buscar a un nuevo niño al que disfrazar.

Johan ya no aguanta más y tiene un nuevo ataque de angustia, acuchillando no sólo a William y su pareja (lo que era de agradecer) sino a la pequeña Marlene, a la cual promete “vengar” (!!!) antes de irse a por el acordeonista y, tras pedirle que toque un último vals (al más puro estilo del spaghetti western), volarle la cabeza con una Browning.

Siguiendo con su limpieza en seco, Johan prende fuego a la casa y se encamina hacia la ciudad, vestido aún de mujer y cubierto de sangre.

Meses más tarde, Johan trabaja en un club de alterne para homosexuales. El patrón, Emil, está preocupado por los asesinatos del “asesino de sádicos” que se ha cargado ya a un centenar de invertidos al salir de su local (visto lo cual su preocupación nos parece bastante comprensible, ¿no?).

Una noche llega un cliente que se levanta a Johan. Ya fuera del garito, Johan saca su puñal, dispuesto a cobrarse su cientoyoctava víctima… pero resulta que el hombre se le adelanta. Sabe que él es el asesino y ha venido a buscarle para que se apunte a su organización terrorista (!!!)

Le propone encauzar su manía homicida hacia un objetivo más elevado que la mera homofobia, cargándose a tipos importantes. Pasamos entonces al subgénero del asesino a sueldo, siguiendo distintos atentados puntuados con elevadas dosis de alcohol y poco aleccionantes escenas prostibularias donde Johan, cliente esta vez, afirma guarramente su heterosexualidad. Pero Johan se aburre (como todo buen existencialista). No hay suficientes víctimas para su gusto, ni suficiente alcohol, ni suficientes coños.

Habiéndose familiarizado con los explosivos, decide hacer saltar su antiguo club de alterne por los aires, con sus clientes y antiguos compañeros. Poco después se carga a un ministro y, totalmente borracho, es detenido. Logra escaparse y refugiarse en Ginebra (ironía intencional respecto al alcohol ingerido) donde se dedica… a escribir (!!). Y no sólo eso, ha escribir bajo la influencia de Gogol y… San Juan Evangelista (!!!).

Descubrirá pocos después que el hombre que le introdujo en la organización era en realidad un agente doble. Lo hace venir a Ginebra, lo encañona con su revolver y… lo deja pirarse (otro giro que comparte con sus contemporáneos héroes del absurdo existencialista).

Ya sólo le queda a nuestro “héroe” (¿?) dejar putas, alcohol y libros (!) y… “REUNIRSE CON LA RAZA DE LOS SÁDICOS” (así, en mayúsculas, y con un buen par…).

¿Qué cojones se supone que quiere decir eso? ¿Qué diablos significa esta novela? ¿Qué coño es lo que ha estado ocurriendo? ¿Y quién demonios es Ernst Ratno?

Desafortunadamente no podemos responder a ninguna de estas preguntas.

Tan sólo señalar que Max Roussel publicó una obra casi tan desquiciada como esta en las míticas ediciones del Escorpión (más negras que la negra de Duhamel, big time)… El Festín de las Carroñas (Le Festin des Charognes) del que quizás (si os portais bien) os hablemos algún día. Todo apunta a que Ratno fue el simple pseudónimo de Roussel (haciéndose pasar, en el 48, por un escritor alemán, lo cual no dejaba de ser bastante irónico… y peligroso). Pero la cosa no pararía ahí ya que…

Roussel fue probablemente, a su vez, un pseudónimo para encubrir a un antiguo colaboracionista filonazi (“ceci explique cela” como dicen los franceses)… un tal Ernest Lévy. Salvo que este apellido de resonancias judaicas, atribuido a un nazi añade aún más misterio, si cabe, a este escurridizo y enfermizo creador…

Aunque quizás, pensándolo bien, no querramos saber mucho más de él, por temor a que algo (aunque sea una ínfima parte) de su podrido universo se vierta en nuestro mundo real (tan podrido ya por lo demás).


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