martes, 23 de diciembre de 2008

Navidades fantasmales



Nada mejor, para sobrevivir a estas empalagosas fiestas, que retrotaernos a una de las más peculiares costumbres que las acompañaron en el pasado. Nos referimos al bizarro subgénero de la historia de fantasmas navideños, creado por los mismos victorianos que nos legaron la parafernalia moderna de jinglebells, chimeneas y juguetes para los “niños-reyes”.

Si todos conocemos como si lo hubiéramos parido el Christmas’ Carol de Dickens pocos sospechan la ingente cantidad de relatos fantásticos que acompañaron las navidades del siglo XIX, coronando las ediciones especiales de las grandes revistas (que por entonces tenían la buena idea de ofrecer ante todo intrigantes ficciones y no dar tanto el coñazo con el famoseo, el marketing y las liposucciones).

Entre las creaciones más Extrañas de esa peculiar celebración navideña (ya casi halloweenesca) se cuenta sin duda la Casa Desvaneciente (Vanishing House) del prolífico Bernard Capes publicada en The Sketch el 5 de enero del finisecular 1898. Durante una cena de Navidades unos músicos se agarran un buen pedal, charlando de lo humano y lo divino. Jack, el del banjo, cuenta cómo su abuelo, que formaba parte de un trío de músicos errantes, se encontró con un auténtico fantasma.

Era, cómo no, Navidad. El trio se perdió en la campiña. Para no desfallecer de frío, se ponen a tocar.

De repente ven una verja que no habían advertido en la oscuridad. Siguen tocando y la puerta se abre, dando paso a una bella joven que les da, como en un anuncio de Freixenet, un reconstituyente. Sólo que las caras raras que se agolpan contra las ventanas de la mansión no saldrían jamás en un anuncio de Freixenet.

El abuelo, sobreponiéndose al miedo, le da un lingotazo al brebaje.

La mujer ríe, diciéndole que acaba de beber sangre.

Acto seguido lanza el resto de la copa a la cara de los dos músicos, la estrella contra la verja y se desmaya.

El trío despierta al amanecer. Evidentemente la verja y la mansión han desaparecido.

Pero queda una mancha roja en la nieve.

Y otras dos, imborrables, sobre la cara de los dos músicos.

Una tercera, más sutil, se alojó en el cerebro del abuelo, provocándole un tumor cuarenta años después…

Clásico. Incluso predecible.

Pero por lo menos no tiene nada de renos ni duendecillos ni chimeneas.

Y nos recuerda un tiempo en que las Navidades eran, ante todo, fantasmales.

2 comentarios:

soldevilla dijo...

He entrado en su blog después de leer sus comentarios tras la visita al mundo de Peter debry; un blog de impresión. La pregunta es inevitable: ¿existen esos libros que comenta? Bromas apartem desde ahora me declaro visitante reiterativo de particular biblioteca de lo extraño.

Antonio Domínguez Leiva dijo...

Muchas gracias Soldevilla, especialmente viniendo de un bloguero de pro... y a ver si incluyo algún bolsilibro patrio especialmente bizarro uno de estos días...