martes, 10 de febrero de 2009
Lisardo y Lisardo
Una de las ideas más tenaces y tristes de la historiografía literaria patria es la de la vocación unívocamente realista de nuestras letras, desde el Cid hasta la nueva novela social. Lo cual hace de los amantes de lo fantástico tristes huérfanos errabundos, a imagen del emblema máximo de la nostalgia del desengaño desmitificador que fuera don Alonso Quijano.
Por suerte existe un hilo ténue, verdaderamente underground, que nos viene desde la cuentística medieval y que haya, por momentos, potentes ecos que se constituyen en pilares de esa “otra historia” soñada, una literatura fantástica española. Uno de esos pilares subterráneos lo constituye el hoy olvidado comisario de la Inquisición y capellán de Reyes Nuevos, Cristóbal Lozano Sánchez.
Emblema del desmadre imaginativo de nuestros inigualados Siglos de Oro, que tanto fascinaran a los románticos de los países más “racionales”, nutriendo la imagen de una piel de toro fantasmagórica y espectral, Lozano es considerado el último buen prosista antes del descalabro imaginativo de la Ilustración carpeto-vetónica. Significativamente las narraciones legendarias y macabras de Lozano conocerían un éxito significativo en su propio país desde su publicación (1658) hasta, salvando las críticas previsibles de los sesudos ilustrados enemigos de la “España negra” (10) , la pálida adaptación local del romanticismo, que encontraría en ellas materia para sus mejores y más duraderos logros, desde el Estudiante de Salamanca cantado por Espronceda hasta la escena final del Tenorio de Zorrilla, pasando por obras de Juan Eugenio Hartzenbusch o Antonio García Gutiérrez y culminando en la figura insignia, si bien tardía, de nuestro Goticismo, Gustavo Adolfo Bécquer.
Y es que no hay para menos. Las leyendas recogidas en Reyes nuevos de Toledo (Cueva de Hércules, amores de Galiana y Carlomagno, nacimiento de Pelayo, etc.) y las novelas cortas de Soledades de la vida y desengaño del mundo (título ultra-barroco donde los haya, mezclando ingeniosamente a Góngora y Quevedo) son un receptáculo de ese fantástico hispano que triunfó durante dos siglos, a través de las baladas macabras canturreadas por los pueblos y las “comedias de santos” (y los consiguientes diablos tentadores o, mejor aún, diablesas) o las “comedias mitológicas” que poblaban los escenarios mientras los estantes de las librerías rebosaban de libros de caballerías.
El relato más célebre que ha mantenido el recuerdo de Lozano en esas cápsulas de crionización defectuosa que son los artículos eruditos de los académicos es sin duda el del estudiante Lisardo. Narrado en primera persona por el personaje homónimo, cuenta su pecamonisa y nocturna expedición al convento donde se haya su amada, Teodora (tema tradicional del erotismo blasfemo hispano).
He aquí que oye “confuso ruido de espadas y broqueles”…
“Oí que dijo uno en alta voz: “¡LIsardo es, matadle!” y reptidiento todos “!Muera, muera!”, movieron un tropel de cuchilladas y a poco rato, escuchando una voz, que lastimada y triste dijo solamente, “!Ay, que me han muerto!” escaparon todos corriendo a toda prisa, dejando la calle en aquel sordo silencio que antes estaba”…
Acercándose temerosamente al difunto el estudiante verifica que se trata, efectivamente, de su propio cuerpo asesinado…
“Aquí confirmé verdad lo que juzgaba sueño, aquí miré cumplido lo que juzgaba fantasía y aquí (…) finalmente volví a resolver las dudas de si era yo el difunto; y no muy descaminado, pues juzgando aquel cadáver ser mi cuerpo, sólo me contaba ya por alma en pena”…
Temiendo ser atrapado por la justicia como su propio asesino (!!), huye. Pero poco después se topa con “un grande acompañamiento de eclesiástico de sobrepellices y roquetes, con su cruz y manga negra delante”, que “llevaban entre cuatro un difunto tendido en un pavez y cubierto con una bayeta negra”…
“Me acerqué un poco al último de los cantores que estaban en aquella banda y tirándole de la ropa, y él inclinado el cuerpo para oírme, le pregunté con mucha cortesía quién era aquel difunto que enterraban, y respondióme, dando primero un suspiro:
- Este es Lisardo el estudiante.
- ¿Qué Lisardo?- le repliqué, palpitando ya el corazón en nuevas y más crecidas angustias, y díjome:
- Lisardo el de Córdoba, que vos concéis como a vos mismo”…
La historia ya había sido narrada en otro Libro Increíblemente Extraño de nuestras Letras, el Jardín de Flores Curiosas de Antonio de Torquemada (no confundir con el de las hogueras). Pero Lozano le añadió el dramatismo y la interiorización aterrada que hicieron de él precursor barroco del romanticismo internacional (el cual no fue tal vez más que un revival neobarroco, desde el calderonismo alemán hasta el shakespearismo anglosajón).
Más allá del moralismo obvio de la historia, tan acorde con la “pastoral del miedo” que triunfó incontestada con la Contra-Reforma (el propio Carlos V se había metido en su ataúd durante el “ensayo” de su futuro entierro), quedaba aquí patente una fibra macabra rayana en lo metafísico que caracterizaría la inquietud fantástica en nuestra cultura hasta el glorioso fantaterror de los setenta (los Caballeros Templarios de Osorio son tan becquerianos como lozanianos) y el revival presente (algo hay de Lisardo en el César de Abre los ojos, ¿no os parece?).
(10) Don Leandro Fernández de Moratín cuenta en La derrota de los pedantes (1789) cómo Bartolomé Leonardo de Argensola «cayó al suelo sin sentido de un golpazo que le dieron con los Reyes Nuevos del famoso Lozano» durante la lucha que sostuvo con los malos poetas. En cuanto a la popularidad de los libros de Lozano, ya había hecho referencia a ello Francisco Gregorio de Salas, cantando lo que vio en casa de un "vulgar" zapatero: «Una Gaceta atrasada,
un jilguero y un pardillo.
Los Doce Pares de Francia
con el David Perseguido», digresiva saga novelesca de Lozano.
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