Proseguimos la extensa serie de simios lúbricos literarios prometida en nuestro primer mensaje de Bienvenida y ya evocada en la patética figura de Golo
Nos referimos al anónimo Gamiani, o Dos Noches de Exceso, atribuido al polifacético Alfred de Musset.
Muchos críticos oponen la melancolía burguesa del Romanticismo a las alegres correrías del libertinaje del XVIII, insistiendo en el auténtico bajón que representó el culto del sentimentalismo de las jóvenes generaciones frente a la apología del desfase de sus ancestros. Algo así como la Cruzada moral que ha seguido al desparrame de los sixties y seventies del pasado siglo.
Pero el Romanticismo también tuvo sus descontroles pornográficos y Gamiani es buena prueba de ello, sin duda la más patente.
La singular obra se hace eco de las correrías prostibularias del propio Musset (quien insistió en aparearse con una “trabajadora del sexo” delante de sus amigos Mérimée- el de Carmen- y Delacroix –el de la Marianne) y de los de su joven amante, barona Dudevant, más conocida como George Sand, bisexual notoria (hasta tal punto que Alfred de Vigny, otro romántico, temía que la Sand le levantara a su amante, la actriz Marie Dorval).
Alcide se introduce en la cama de las tríabadas Gamiani y Fanny donde, entre coito y coito, postura y postura, se van contando cochinadas. Gamiani evoca sus flagelaciones a manos de los franciscanos, Fanny sus compulsivos onanismos infantiles.
Llegan entonces Médor, el perro vicioso y Julie, la perversa y complaciente criada armada de un “gigantesco consolador repleto de leche caliente”. Se monta, valga la expresión, la de Dios es Cristo. Acaba la primera noche.
La segunda nos lleva a nuestro tema, pues se nos cuenta la historia de Santa, superior de las hermanas de la Redención, desflorada por un orangután.
Sí, han leído bien.
“Cavilando a más y mejor, cayó en la cuenta la ninfómana de que, entre todos los animales, es el mono el que más parecido tiene con el hombre. Precisamente poseía su padre un magnífico orangután. Corrió anhelante a verlo y a estudiarlo y, como se pasase un largo rato examinándolo, el animal, excitado sin duda por la presencia de la muchacha, acabó por mostrarse en la más tentadora y deslumbrante masculinidad. Al fin topaba Santa con lo que cada día buscaba, con lo que era su sueño cada noche. Se le aparecía el ideal, vivo y tangible. Para colmo de dicha, el inestimable tesoro se erguía más firme, más enhiesto y pujante de cuanto ella pudiera ambicionar. Los ojos del orangután la devoraban. El animal se adelantó, se agarró a los barrotes de la jaula y se estremeció con tal ímpetu y tal arte que al fin Santa supo lo que hacía. Arrebatada por su afán, separó un hierro con increíble fuerza y dejó libre el espacio preciso para que la rijosa bestia se aprovechase a su gusto y antojo. Ocho buenas pulgadas, acaso más que menos, se mostraron, potentes y encendidas.…”
Corramos un tupido velo sobre la “orangutanación” (sic) que sigue, que tod@s podéis imaginar. Lo irónico, claro está, es que Santa, descubierta, será enviada a un convento que en realidad (como en todas las novelas libertinas) es un paraíso del sexo, y más en concreto del animalismo pues, imitando las damas romanas de las Saturnales, las hermanas han adiestrado un asno fenomenalmente membrado para iniciarse, en coro, a los misterios de la carne…
Al final de la noche Gamiani hace beber a su amante Fanny un “elixir de vida” que en realidad es un veneno letal. Gamiani apura lo que queda y ambas mueren en un último abrazo, exceso último del más allá del placer…
El porno romántico había nacido.
Y, más discretamente, todo un subgénero Increíblemente Extraño se anunciaba ya[1], cargado de futuro…
¡Gorilas en celo!
[1] Al punto retomado por un oscuro texto de Flaubert, Quidquid volueris, retrato de un amantísimo primate.
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