miércoles, 8 de octubre de 2008
Mangogul
Dentro de las joyas Increíblemente Extrañas de la literatura libertina de la Ilustración destaca una obra atípica del celebérrimo Filósofo Denis Diderot. Se trata de su primera novela, Las Joyas indiscretas, publicada anónimamente en 1748.
En ella un sultan, Mangogul del Congo –grotesco trasunto del monarca galo Luís XV y juego con “Comeculos”- se aburre escuchando la crónica escandalosa de los folleteos de la capital que le hace su favorita Mirzoza, práctica que el propio Luís gozaba, obligando a sus sabuesos a hacer de paparazzis avant-la-lettre y deleitándose con los cotilleos más escabrosos (especialmente los provenientes de los innumerables burdeles parisinos) antes de pasar a su harén personal, el célebre Parque de los Ciervos donde su favorita, la Pompadour, le aprovisionaba en jóvenes vestales...
Para animar a su soberano, Mirzoza le dice que vaya a consultar al genio Cucufa (era la moda de los genios desde que Galland publicara las 1001 noches), el cual le tiende un anillo mágico que hace hablar a los coños (las “joyas” del título)… La idea venía de antiguo, ya que uno de los más famosos (y extraños) “fabliaux” medievales era el del Caballero que hizo hablar a los coños. El propio conde de Caylus, muy libertino él, la había retomado en una historieta un año atrás, Nocrion, conte allobroge (anagrama invertido de “coño negro”). En ella el rey de los Alógrobos, Guigne VI, se bañaba en una fuente curativa mientras le contaban historias como la del “hombre que hacía hablar a los xxx y a los xxx” (los asteriscos eran entonces lo que nuestros biiiips audiovisuales), no reduciéndose así pues a los xxx femeninos…
Caylus era un especialista en fabliaux pero también enemigo jurado de Diderot, el cual, por todo epitafio, le dedicó: “la muerte nos ha librado del más cruel de los amateurs”, título ostentado por el fiambre en la Academia (la mezquineria en el mundillo, como veis, viene de largo).
El caso es que ahí se va Mangogul por los salones mundanos de Banza, su capital (reflejo de los parisinos según el topos de Montesquieu en las Cartas Persas), haciendo hablar a los coños de las cortesanas. Sorprendidos, los científicos saludan en el prodigio un logro de la Razón (!) mientras los sacerdotes ven en ello la mano de la Providencia y los negociantes venden mordazas vaginales (las cuales, empero, no resisten al anillo).
Buen pretexto para conocer los entresijos de la formidable sociedad libertina (que haría palidecer a la supuesta revolución sexual del pasado siglo), entre sátiras más coñazo de temas de la época (la reforma teatral, etc) y digresiones filosóficas sobre la naturaleza del alma o las ciencias experimentales…
Así aprendemos que Haria se acuesta con sus perros tan a menudo como con sus amantes, obligando a estos a compartir lecho con aquellos (v. supra). Fricamone sólo se deleita con mujeres. El sexo de Cypria, hablando en inglés (pues el anillo es políglota, como convenía a la alta sociedad cosmopolita de entonces), refiere cómo
“un rico señor me llegó a Londres. Qué hombre! Me penetraba seis veces de día y otras tanto de noche. Su polla soltaba chispas como las de un cometa: nunca sentí trances tan fulgurantes y desgarradores. Pero un mortal no puede aguantar mucho tiempo ese ritmo: fue bajando poco a poco y recibí su alma que se le fue por su sexo”…
Cypria es luego percutada por dos marineros al unísono, por un conde alemán adepto del 69, por cortesanas italianes que la introducen a la polisexualidad… El viejo cortesano Sélim se anima con tanta verborrea vaginal y cuenta sus propias aventuras, refiriendo la tradición de una de esas deliciosas islas imaginarias del XVIII donde se somete a toda pareja al test del termómetro para ver si sus miembros encajan o no…
Pero tal vez lo más extraño de todo esto es que la ciencia de la época digresaba también por esas lindes. Así en la traducción francesa de la Anatomía de Heister (1724), el autor dedica un extenso párrafo al “ruido que se oye a veces proveniente de las partes genitales de la mujer durante el coito (…) similar a los vientos que se sueltan por el ano”, rumor que podría constituir un proto-lenguaje para aquel que, como Mangogul o Guigne, tuviera el don de descifrarlo…
La idea de los sexos parlantes volvería dos siglos después en un clásico del primer porno, Le sexe qui parle (1975) de Claude Mulot (título inglés, más famoso, Pussy Talk) donde la bella Joelle (Penélope Lamour, eso sí que eran nombres artísticos!), joven publicista felizmente casada, descubre que su vagina posee la facultad de hablar. Y lo que le cuenta es la grave insatisfacción sexual que padece, pese a que ella afirme lo contrario. La indiscreta vagina comienza a hablar en público, provocando el interés de los medios de comunicación (en una hilarante escena, es entrevistada en directo). Eric, el marido, descubre a su vez que tras la cándida inocencia de su parienta se oculta una mujer con un turbulento pasado sexual.
Ilustrando a modo alegórico la ética del 68, la brutal franqueza de un utópico sexo parlante derriba una vez más, como lo hicieran las joyas de Diderot, la profunda hipocresía de la clase dominante…
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